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¡Absurdo, comandante!

¡Absurdo, comandante! En tiempos de crisis, el teatro sigue vivo


El mundo del teatro se regía por un estilo realista, convencional y ortodoxo que mantenía a los actores y dramaturgos en una línea inviolable de comportamiento y pensamiento habitual, que se presentaba en las tablas con situaciones comunes para gente real… Hasta que la guerra llegó.

La segunda guerra mundial había dejado, desde su inicio en 1939, un desequilibrio moral y un desconsuelo existencial ocasionado por la tragedia y el atroz destino de millones de vidas, además de una profunda desilusión en el proceder y sentir humano.

El absurdo de la guerra había fracturado en la cabeza de los hombres la idea de un futuro medianamente vivible y sensato y a su vez sembraría en ellos un pesimismo frente a la existencia que los haría desplomarse en un abismo de lo ilógico e irracional; pero su sufrimiento sería escuchado por la voz muerta de una “reencarnación disparatada”.
El llamado Teatro del absurdo se convertiría entonces en un consuelo para aquellos desconfiados de la razón y la lógica que buscaban huir de toda idea verosímil y refugiarse en lo demencial y contradictorio.

Esta corriente teatral empezaría un proceso creativo desde la década de 1940 y sus más grandes representantes serían Samuel Beckett y Eugène Ionesco, quienes, con obras llenas de una atmósfera onírica y pesadillesca, darían al público una visión histriónica y ridícula del devenir, la desdicha y la desgracia de la vida humana.
El dramaturgo Alfred Jarry sentenció en su obra Ubú Rey que “…relatar cosas comprensibles sólo sirve para entorpecer la mente, …mientras que el absurdo ejercita el cerebro y hace trabajar la memoria”. Es así como mezclando el humor con la tragedia y la aparente falta de argumento, en las tablas del sinsentido se cuestionaba a la sociedad y todo lo que en ella reposaba, al tiempo que se obligaba al público a interpretar de manera intuitiva y personal todo lo que en la representación artística ocurría y que no tenía una verdad absoluta.

Más que un teatro de ideas y palabras, era de imágenes y acciones. Movimientos extraños y algo trastornados eran acompañados por pequeños y escasos diálogos tal vez igual o más descabellados que los hechos, y que provocaban en la audiencia todo tipo de emociones y reacciones.

Una de las obras más famosas de Ionesco, Delirio a dúo, escrita en 1961, tiene como intérpretes a dos personajes Él y Ella que en medio de su desvarío producto de la segunda guerra mundial, tienen una incoherente discusión sobre si un caracol y una tortuga son en realidad el mismo animal, mientras que afuera el ruido estruendoso de la guerra intenta callar la conversación.
Es habitual contemplar en el teatro del absurdo una extraña estimación por el paso del tiempo; una evasiva negativa por el presente y una sensación desconsoladora del pasado y el futuro. Esto puede verse también reflejado en Esperando a Godot, de Samuel Beckett, donde dos vagabundos (Vladimir y Estragón) esperan a Godot (que nunca llega) mientras mantienen una conversación repetitiva y demencial que nos lleva a preguntarnos ¿Tiene sentido o no esperar a Godot? ¿Es una espera inútil que hace analogía a la larga búsqueda de un significado de la vida humana? No lo sabemos.
Sin duda, esta corriente fue la cúspide de la renovación dramática, y se ha mantenido hasta la actualidad como una de las expresiones más puras de la teatralidad. Sin olvidar que nació de un tiempo de crisis mundial, de la desesperanza de los hombres y de una necesidad de transformación. ¿Nuestra crisis moderna conseguirá una metamorfosis de las artes? Habrá que verlo.

El teatro está vivo, lo miramos y somos testigos.
¡Absurdo, comandante!
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